Los filósofos no han hecho más que intentar transformar el mundo,
pero de lo que se trata es de entenderlo (H.P.)
Respecto de todas las ciencias, artes, habilidades y oficios vale la convicción de que
para poseerlos se necesita un reiterado esfuerzo de aprendizaje y de ejercicio;
y que, si bien todos tienen ojos y dedos, y se les proporciona cuero e instrumentos,
no por ello están en condiciones de hacer zapatos. En lo referente a la filosofía,
en cambio, parece ahora dominar el prejuicio de que cualquiera sabe inmediatamente
filosofar y apreciar la filosofía porque para ello posee la medida en su razón natural,
como si cada uno no poseyera también en su pie la medida del zapato.
(G. W. Hegel, Phänomenologie des Geistes)
Algunos filósofos, en una suerte de ejercicio de autoflagelación se han arriesgado a hacerse una pregunta radical: ¿sirve para algo la filosofía? Dejando de lado el hecho de que casi nadie (científicos, artistas, carpinteros, titiriteros, abogados, etc.) se ocupa de preguntarse semejante cosa sobre sus quehaceres o habilidades, los filósofos han asumido el riesgo de que un coro multitudinario respondiera a su pregunta, simplemente y al unísono: “no”. Pero se trata de una pregunta tramposa por varias razones.
La filosofía resulta un territorio tan antiguo, amplio, sinuoso y accidentado, que indagar por su utilidad de un modo genérico, para todo tiempo y lugar y para su altamente proteica condición, simplemente parece una pregunta casi sin sentido por ausencia de respuesta. Es que no existe una entelequia que incluya el variopinto conjunto de filósofos y teorías desde la antigüedad griega hasta hoy y que, sin dudas ni ambigüedades, pudiéramos llamar “la” filosofía. El problema es que después de 2500 años con cambios culturales profundos; infinidad de autores y de líneas teóricas incompatibles entre sí; cambios radicales de los objetos tratados; una reconfiguración interminable del tronco inicial del conocimiento racional que hizo que áreas completas de conocimiento pasaran a formar parte de lo que hoy llamamos “ciencias”; después de todo esto, la denominación “filosofía” refiere tan solo a algunas cuestiones generales un tanto superfluas, casi a un mero acto de organización administrativa de saberes y actividades muy dispares. No es un problema. Más bien lo increíble sería que aún pudiéramos hacer lo mismo que hacían Aristocles (más conocido como Platón), Aristóteles, Pitágoras, Thales, Tomás de Aquino y otros. Esto que parece tan obvio, y lo es, por un lado interpela a los que aún siguen pensando que hacer filosofía es comprometerse en la exégesis de autores pero, por otro, deja abierta la posibilidad de repensar el objeto y la utilidad actual de la filosofía.
Como quiera que sea, la filosofía ha estado tan confiada de sí misma que es la única área de la cultura que vuelve una y otra vez a preguntarse a sí misma sobre su propia utilidad, a través de filósofos que, en general, ya tienen de antemano una respuesta positiva. Desde siempre ha jugado con fuego. Como decía al principio, es posible que, finalmente, todos caigan en la cuenta de que efectivamente no sirve para nada. Sin embargo, la cultura en general ha sido muy benévola con ella, quizá porque no la entiende, quizá por respeto a su milenario y frondoso pedigree (no digamos prontuario), quizá porque, después de todo la mala praxis filosófica es completamente inocua (al menos en la mayoría de los casos). Será por ello que ha mantenido siempre un aire aristocrático y superior. Así, no faltaron filósofos que han sostenido desafiante e irónicamente que la filosofía no sirve para nada, aunque detrás de esa falsa humildad se escondía la soberbia de creer que la filosofía no servía para nada en el sentido bastardo, prosaico y mundano de “servir”. No servía para objetivos menores, no servía para nada concreto, y, por el contrario, lejos de ser un mero instrumento para otros fines, sería un fin en sí mismo. Lo cual, finalmente, la ubicaba como la cosa más importante de la cultura.
La filosofía resulta un territorio tan antiguo, amplio, sinuoso y accidentado, que indagar por su utilidad de un modo genérico, para todo tiempo y lugar y para su altamente proteica condición, simplemente parece una pregunta casi sin sentido por ausencia de respuesta.
Muchos insensatos declaran temerariamente que la filosofía resultaría indispensable para vivir, lo cual es un verdadero despropósito; después de todo solo algunos pocos animales (humanos) hicieron filosofía a lo largo de la historia de la biomasa terrestre; de hecho, casi nadie en la relativamente larga historia de la Humanidad ha hecho filosofía y no han tenido mayor dificultad en vivir, muchos de ellos, incluso, feliz y largamente.
Como contraparte, en la historia remota y reciente, personas importantes se han ocupado de decretar la muerte de la filosofía por ser inservible. Esto no es nuevo, de hecho, apenas surgida en la Grecia antigua ya comenzaron las burlas como la ridiculización de Sócrates colgado de una canasta en Las Nubes (de Aristófanes) o la leyenda sobre Thales de Mileto quien por andar mirando al cielo mientras caminaba, cayó en un pozo. Stephen Hawking, un personaje tan relevante para la ciencia como mediático, ha sostenido sin ningún pudor que:
“Viviendo en este vasto mundo, que a veces es amable y a veces cruel, y contemplando la inmensidad del firmamento encima de nosotros, nos hemos hecho siempre una multitud de preguntas. ¿Cómo podemos comprender el mundo en el que nos hallamos? ¿Cómo se comporta el Universo? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿De dónde viene todo lo que nos rodea? ¿Necesitó el Universo de un Creador? La mayoría de nosotros no pasa la mayor parte de su tiempo preocupándose por esas cuestiones, pero casi todos nos preocupamos por ellas en algún instante (…) Tradicionalmente, ésas son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimientos”.
Sin contar con la sobrevaloración de la física como ciencia primordial, está claro que Hawking sabe muy poco de filosofía, al igual que muchos científicos y, justo es decirlo, muchos que impúdicamente se autoperciben –palabra tan de moda- “filósofos”. Al igual que aquel Monsieur Jourdain de Moliere que hablaba en prosa sin saberlo, Hawking y muchos otros tocan temas de la filosofía sin saberlo, y además sin tener vocación para ello. Reniegan de las grandes preguntas de la metafísica tan vapuleada (a veces injustamente), pero cada tanto caen irremediablemente en ella. Los intentos de acabar con la filosofía en el siglo XX han tenido como verdugos, curiosamente, a algunos filósofos. No faltaron aquellos que han decretado una especie de muerte civil para la filosofía, relegándola al cuarto de las herramientas útiles para la ciencia a condición de que abandone todo intento de ocuparse de sus propios temas. Intentaron relegarla a ser tan solo un instrumento de análisis crítico, un austero papel de auditora del lenguaje, una triste lógica aplicada.
Pero la filosofía no es idéntica a la historia de la filosofía a despecho de que esto se ha dicho en varias ocasiones; tampoco es entretenimiento ni divulgación de la misma para principiantes; mucho menos sirve como terapia como hace años quisieron instalar algunos, cuyos nombres mejor omitir piadosamente; no ayuda a vivir mejor ni es autoayuda; y, por cierto, tampoco es fácil.
Además de los certificados de defunción apócrifos y las definiciones grandilocuentes e hiperbólicas sobre las posibilidades de la filosofía, llaman la atención los denodados esfuerzos que realizan algunos filósofos y muchos mercachifles (en estos casos se entiende pues viven de ello) para demostrarle al resto de los mortales qué fundamental resulta ejercer esta tarea. Cosa que si fuera tan obvia no requeriría tanto esfuerzo evangelizador y, si no fuera para nada obvia, a veces resultaría difícil de creer.
Algunos se han dado cuenta de que la conjunción “y” puede conjuntar cualquier cosa y entonces creen que puede hacerse “filosofía y (lo que sea)”, con lo cual habría infinitas cosas al lado de la filosofía; con ello no solo consiguen llenar teatros, sino también multiplicar tropical y absurdamente sus áreas de incumbencia: filosofía y cocina, filosofía y fútbol, filosofía y compraventa de muebles usados, filosofía y matafuegos, etc. etc. Una catarata insólita de espectáculos, puestas en escena, shows, conferencias, programas de TV contienen la palabra “filosofía” en su título. Una cantidad importante de alumnos transitan por las universidades en las carreras llamadas “de filosofía” que, en realidad son, más bien, carreras de historia de la filosofía. Quizá por ello mismo los egresados en los últimos años se hacen llamar, con una autoestima digna de mejores dotes y sin ningún pudor, “filósofos”. Los congresos de filosofía resultan multitudinarios desfiles de personas que, con mayor o menor idoneidad, hablan de lo que dijeron otras personas. Los más expertos en el párrafo tal del libro X del autor Z cansan interminables debates para coronarse como el referente exclusivo de ese párrafo que, según aseguran, es fundamental para la historia de la Humanidad. Pero la filosofía no es idéntica a la historia de la filosofía a despecho de que esto se ha dicho en varias ocasiones; tampoco es entretenimiento ni divulgación de la misma para principiantes; mucho menos sirve como terapia como hace años quisieron instalar algunos, cuyos nombres mejor omitir piadosamente; no ayuda a vivir mejor ni es autoayuda; y, por cierto, tampoco es fácil. Como quiera que sea, la filosofía ha estado lejos de estas banalidades y como aseguraba el filósofo español Antonio Diéguez en 2014 en un discurso de graduación en la Universidad de Málaga:
“Lejos de ser inanes, las ideas filosóficas han tenido un enorme poder, y éste ha dejado su huella visible en la historia. Han alejado o acercado pueblos; han sustentado revoluciones; han edificado instituciones culturales y sistemas políticos; han erradicado o santificado costumbres; han creado conceptos con los que pensar de formas nuevas; han derribado viejos conceptos, dejando atrás con ellos formas de pensamiento periclitadas; han forjados utopías que perseguir (como la de la paz universal y perpetua o la de la igualdad entre los seres humanos) y distopías que evitar. Y, en especial, han proporcionado un enorme servicio a toda la humanidad: han mostrado que las cuestiones últimas que siempre nos han importado pueden alcanzar una respuesta, por tentativa y provisional que sea, dentro de la mera razón.”
Es que los filósofos se han ocupado siempre, a pesar de la imagen cultural en contrario que se ha impuesto, de explicar, entender, fundamentar, interpelar y modificar su presente. Han sido hijos de su época no solo en el trivial e ineludible sentido de estar atravesados por su contexto sino, sobre todo, por su protagonismo intelectual en los debates propios de su momento histórico. Hoy no es distinto con la filosofía, pero lo que ha cambiado es el mundo, ahora definido por la presencia ubicua e irreversible de la ciencia y la tecnología. Entonces, y aunque nadie puede arrogarse el derecho de instalar la agenda de la filosofía y cada uno puede pensar lo que le plazca acerca del tema que le dé la gana, lo cierto es que (y permítaseme expresarlo en un prudente aunque extenso condicional): si la filosofía ha de tener, como ha tenido siempre, una vinculación estrecha con la coyuntura en la que emerge; si ha de ser un interlocutor para los principales problemas que definen una época; si, además de recorrer su propio pasado interminablemente, aspira a producir conocimiento genuino y novedoso; si aspira a constituirse en pensamiento riguroso y no meramente en una ensayística vaga; si pretende combatir los relativismos insulsos e infundados, la pereza posmoderna, los conspiracionismos ingenuos, las pseudociencias dolosas; si refuerza su eterno poderío analítico; si se espera todo eso, en suma, la filosofía tiene que transitar en paralelo por el camino que la ciencia y la tecnología actuales van marcando como clima de época, en una relación no subordinada sino contribuyendo al esclarecimiento de cuestiones que derivan de la ciencia y la tecnología pero que no son, finalmente, ni problemas científicos ni tecnológicos, sino, problemas filosóficos.