Hoy en día la palabra “ensayo” tiene un valor preciso, al menos en las investigaciones académicas. El término implica que el lector se verá envuelto en una lectura con “menor rigor” que en un artículo o en un libro que apunta a especialistas de un área específica, pero con mayor creatividad y libertad que serán condición de posibilidad para disparar ideas varias. Se percibe en la cuestión del “rigor” una devaluación de la propuesta, que no necesariamente es así, y una apuesta por la libertad de palabra. La palabra “ensayo”, hoy, sería una palabra mágica que nos autorizaría a hablar más por nosotros mismos y no tanto a través de la voz de otros y otras, pero advirtiendo que la autoridad del ensayo es menor que la del trabajo académico.
Esta idea parte de la experiencia personal a nivel académico, donde la producción suele pasar por el hecho de comentar o analizar otros autores. Allí, la creatividad filosófica sólo pasa por el intento de plantear un enfoque distinto de un problema que trabajó otra persona. Pocas veces es posible plantear ideas propias y que estas sean tomadas en serio. De modo que se aprende un oficio, una estructura lineal que labra un surco: abstract, introducción, estado de la cuestión, hipótesis, puntos de desarrollo, conclusión. Si no hubiera un estado de la cuestión e hipótesis, uno podría decir que está ante un cuento. La función del estado de la cuestión es la de demostrar que uno ha realizado lecturas consistentes sobre el tema, tiene una posición crítica y el saber que posee es medible en relación con el tema. Este punto es relevante en las humanidades, ya que no hay forma de medir “la objetividad” de un escrito si no es por el hecho de que la materia prima con la que se trabaja ya se encuentra en otro texto.
Ahora bien, este surco que los años labran en el enfoque hace que la página en blanco, a la hora de intentar escribir algo diferente, se convierta en un infierno. Cada ápice de creatividad no encorcetada comienza a temblar delante de los años de estructura que décadas de formación han consolidado y cimentado en nuestros cerebros. El cuentagotas normativo de la realidad ya sea cultural, social, por oficio o académico, deviene una fuga incontenible en una represa hecha añicos que deforma cualquier intención de pensar sin los límites que la forma requiere: el párrafo es muy extenso, hay palabras más directas, hay oraciones más simples, el tema es muy amplio, etc. ad nauseam. La autoridad insignificante de la palabra individual se magnifica entre los estrechos márgenes de la productividad y de la producción. De la eficacia y la eficiencia. Pero ¿el pensamiento, más allá de los límites que el propio lenguaje plantea, tiene las barreras que la institucionalidad propone?
La palabra “ensayo”, hoy, sería una palabra mágica que nos autorizaría a hablar más por nosotros mismos y no tanto a través de la voz de otros y otras, pero advirtiendo que la autoridad del ensayo es menor que la del trabajo académico.
Escribir habiendo estudiado filosofía es un problema. ¿Desde cuándo? No lo sé, pero ciertamente es un problema. Lo es en tanto que borrar la individualidad y subjetividad –por lo demás, meta fantasiosa y absurda– por el privilegio de una objetividad imposible se ha convertido en la finalidad última de una disciplina que reclama el derecho de reconocimiento a la par de aquellas disciplinas consideradas real y socialmente productivas, eficientes. Así, intentar escribir sobre cualquier tema implica una responsabilidad que nadie ha pedido tener. Si esa responsabilidad, meta u objetivo no se respetan, entonces la supuesta mediocridad y el ostracismo se hacen presentes.
A menudo sucede que quien se interesa por temas un poco más amplios que de costumbre, un poco más coyunturales, un poco menos tradicionales, se encuentra con una página en blanco que es comienzo y final. Se comienza con una página en blanco y, paulatinamente, la hipernormatividad de nuestra existencia nos lleva a una prosa específica que muere diez páginas después de forma dolorosa. Solo tenemos introducciones de algo que podría haber sido y no será jamás. El fenómeno que aquí se juega es que, al haber enhebrado los problemas a través de la estrechez de la forma, el contenido resulta ser un cadáver que se rehúsa a morir. La forma nos aleja de los problemas y los tratamos como problemas ajenos, problemas ajenos que pueden ser tratados con la objetividad que el sistema reclama. Pero aquí se asume que la palabra propia es subjetiva por definición y que la objetividad solamente se alcanza a través de los procedimientos arbitrariamente consolidados por una tradición que se resiste, como toda tradición, a cambiar.
El inconveniente de las etiquetas, como las de “ensayo” es que nunca tienen un significado lineal y transparente, si no que esconden juicios de valor que nos indican qué tipo de lectura vamos a realizar. Esto condiciona el abordaje y la interpretación propia, lo que supone un problema. Asimismo, posicionarse desde el ensayo implica ya ingresar en una lógica del discurso determinada y adecuarse a estructuras preestablecidas. La voz se canaliza y el resultado se decide de antemano. Hasta aquí no hay nada novedoso. No se puede pretender insertarse fuera de una etiqueta, de establecer una lógica del discurso no circunscripta, no precisada. Uno siempre retoma la voz de otros y otras a partir de las cuales genera la propia. Lo importante es que no sea una afonía, que no implique hablar tanto por bocas de otros y otras y que cuando llegue el momento de la interpretación personal, la voz agotada se quede corta, que solo un hilo afónico sea lanzado al vacío y los ecos ya no sean posibles.
Por otro lado, los fenómenos de producción de conocimiento filosófico han quedado prisioneros de la lógica mercantil del progreso. Si antes era la obra lo que otorgaba valor al nombre, hoy es el nombre lo que otorga valor a la obra. Así, la derrota es anticipada, puesto que si no hay un nombre “hecho” el “producto” resulta irrelevante. Por esto, para forjar la identidad que permita presumir autoridad de palabra resulta necesario adecuarse a una lógica productiva, muchas veces incoherente. Aquí estamos ante una paradoja relevante para la filosofía. Una disciplina que se jacta de no tener supuestos tiene, sin embargo, en su apreciación productiva, una de las falacias más brutales: la de autoridad (argumentum ad verecundiam). Hablar por otra voz porque esa voz tiene autoridad permite aportar un mínimo de creatividad y personalidad a una posición segura, donde si uno se mantiene en los carriles adecuados de la hermenéutica la seguridad es mayor.
Pero aquí se asume que la palabra propia es subjetiva por definición y que la objetividad solamente se alcanza a través de los procedimientos arbitrariamente consolidados por una tradición que se resiste, como toda tradición, a cambiar.
Pero ¿qué significa la inversión obra-autor/autora? Bien, los describo de la siguiente manera. Albert Einstein (1879-1955) es una de las personas más reconocidas de la historia, no solo por la teoría de la relatividad especial y general, sino por haber logrado el Nobel en física en 1921 con sus descubrimientos del efecto fotoeléctrico. Einstein era un empleado en la Oficina de Patentes de Berna cuando publicó la teoría de la relatividad especial. Es decir, un desconocido físico que se encontraba finalizando el doctorado mientras trabajaba en dicha oficina. Pero en esos años escribió los avances más significativos de la física del siglo XX y cambió nuestra comprensión del mundo. Einstein se convirtió en Einstein por su teoría, por sus ideas.
Cabe señalar que hoy en día Einstein no podría conseguir trabajo en una universidad. Recuerdo una nota española al respecto, donde se planteaba lo siguiente. Con el modelo académico actual, un Einstein de 26 años, doctorado, que intentara conseguir una plaza como docente sería desechado. Para concursar plazas uno debe tener una extensa labor académica y haber publicado muchísimo, dirigido trabajos de investigación, haber estado en centros internacionales, etc. Einstein no tendría los antecedentes necesarios a dicha edad para entrar en el cargo. Sin embargo, ya había propuesto la teoría de la relatividad especial. Aquí vemos que las ideas no importan en la burocracia, lo que importa son las líneas de curriculum que uno pueda sumar o tener un nombre hecho en el área a fuerza de cosas ajenas a las ideas planteadas. A saber, muchísimas publicaciones y recorrido académico insignificante para otro que no sea uno mismo o ser conocido, pero con ningún tipo de aporte sustantivo en el área. Por poner un ejemplo en filosofía, Byung-Chul Han (1959-) es profesor de estudios de filosofía y estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín (UdK). Allí dirige el Studium Generale, o programa de estudios generales. Byung-Chul Han publicó unos 17 libros al momento de esta nota, en los cuales aborda numerosas cuestiones siempre desde la crítica cultural. Ahora bien, en sus 17 libros poco hay de valor, no consisten en la construcción de una filosofía relevante. De hecho, Byung-Chul Han tiene en sus libros afirmaciones polémicas, incontrastables y muchas veces dolorosas, como cuando en La sociedad del cansancio señala algunas neurodivergencias como enfermedades neuronales por exceso de positividad del capitalismo o como cuando propone que “quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema”. Decir esto es atrasar 40 años, ya que Foucault ya lo señalaba. El problema es escribir sin citar a nadie. Pero Byung-Chul Han tiene algo que el resto no: es un bestseller y a partir de allí, su nombre es más importante que sus ideas. De modo que el contenido deviene irrelevante.
En esta lógica productiva suceden, al menos, dos cosas: o uno inicia un recorrido hiper especializado, de lo cual hablaré en breve, o uno hace una entrada en escena rimbombante y luego puede apunarse con las alfombras rojas, como le sucede a Slavoj Žižek en los últimos años. ¿En qué consiste la lógica de producción señalada previamente? Se invierte la carga y las ideas no son relevantes en comparación con el nombre. Así, cuando alguien desconocido plantea algo nuevo, que puede ser algo genial, es desechado ya que “¿quién es este?”. Como contrapartida, los bestsellers filosóficos pueden decir barbaridades y eso pasará por oro.
Para quienes realizan el arduo trabajo de la especialización académica, la mayoría de los problemas que se pueden plantear como interrogantes no se sienten propios, sino ajenos. Y esto por una sencilla razón: la objetividad es el valor de cambio principal en la investigación y esto conlleva que todo escrito deba suponer una mirada ajena y lejana, condición para dominar el objeto y estudiarlo. Todo intento de vínculo respecto de lo que uno tiene para decir implica la desvalorización de lo dicho. Parecería que se descarta como si no hubiera valor en el compromiso y todo compromiso implicase parcialidad. Pero esto no es necesariamente así y si esta posición fuera real, los bestsellers se caerían por escribir panfletos literarios haciéndolos pasar por filosofía.
Aquí surgen dos problemas primordiales que, a mi entender, implican la grave dificultad en la cual la filosofía se ha sumido en los últimos tiempos. La primera dificultad es tener algo para decir y que sea válido al margen de la propuesta metodológica de las ciencias duras. Esto se relaciona con cómo se han constituido los problemas íntimos y urgentes en problemas ajenos. Tal vez, la sensación de que no es tarea nuestra pensar ciertas cosas ha permitido que nos concentremos en lo considerado más inmediato y olvidemos que, por más que ciertas cuestiones parezcan ajenas, nos atraviesan y nos constituyen como seres humanos. Asimismo, la ciencia parece obviar y renegar de su propio origen pragmático y utilitario, origen que implica el abordaje de lo inmediato, de lo que se nos presenta, y la toma de decisiones arbitrarias respecto de lo que es útil, necesario, etc. Me refiero a que la “verdad” que la ciencia pueda perseguir no es eterna, no es objetividad pura, no es ajena al desarrollo íntimo de la vida. Al disociar la “verdad” de la situación hermenéutica en la cual estamos insertos, los problemas que la realidad genera no se sientes propios, los problemas estudiados se sienten ajenos, como si no estuvieran a la base misma de nuestra existencia cotidiana.
Aquí surgen dos problemas primordiales que, a mi entender, implican la grave dificultad en la cual la filosofía se ha sumido en los últimos tiempos. La dificultad de tener algo para decir y que sea válido al margen de la propuesta metodológica de las ciencias duras.
La segunda dificultad se desprende de cómo la especialización profunda respecto de qué nos está permitido pensar en contexto institucional invalida la posibilidad de un acercamiento a determinados problemas. No es que no está permitido trabajar sobre estos problemas, sino que ese trabajo debe ser realizado por un profesional competente en dicha materia, con especialización precisa del objeto de estudio. Esto arroja como resultado que muchas disciplinas han circunscripto un objeto, los han precisado y niegan la posibilidad de un abordaje diferente. Es por esto por lo que la labor de la filosofía, en caso de abordar problemas tales como el tiempo, el ser, el conocimiento, lo real, etc., debe ser perfilada por especialistas del área, del tema y ¡del autor! En todo caso, no es lícito abordar el tiempo, sino que debe abordárselo en contexto y teoría filosófica determinada: el tiempo en Heidegger, el conocimiento en Hume, la justicia en Platón. Peor aún, la especialización extrema implica desarrollar el propio trabajo en los siguientes términos: la mímesis en República X, la biopolítica en el curso del Collège de France de 1978-1979 y así sucesivamente. De este modo, las dos dificultades mencionadas se alimentan entre sí: la labor es de especialistas y los problemas son ajenos, pero son ajenos en tanto que para apropiárselos se debe ser especialista, caso contrario, no es posible comprenderlos.
El mayor inconveniente con esta posición es que el especialista mira su objeto como algo inerte, intentando borrar su presencia del campo de estudio, de modo tal que las disciplinas como la filosofía, la sociología, en fin, las humanidades en general puedan borrar la presencia subjetiva y presentar cuestiones de validez universal. De modo que el especialista, cuando se convierte en tal, mira su objeto ya atravesado por los límites que su propia disciplina le indica y esto no es ajeno al modelo productivo que ha definido el quehacer filosófico en los últimos tiempos. Las humanidades han tomado como modelo el “proceder científico”, si es que algo así existe, pero no en términos de mirar los avances de la ciencia como en plena modernidad e intentar alcanzar su rigor, precisión, coherencia, sino que ha tomado la forma y se ha vaciado de contenido.
En este marco, propongo un ensayo. Un ensayo cuya introducción parece un manifiesto, una denuncia. En filosofía, el ensayo es ya una denuncia, una crítica. Como señalé al principio, un ensayo tiene una carga, en cierto sentido, negativa. La R. A. E. lo define como: “escrito en prosa en el cual el autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo personales”. ¿Qué significa “carácter y estilo personales”? Significa que en el trabajo académico ambas características están ausentes y que es deseable que lo estén. Por mi parte, me niego a creer que este sea el enfoque adecuado para la filosofía. El ensayo ya es una crítica puesto que su mera existencia denuncia la falta de estas dos características en los ámbitos de producción de conocimiento y la filosofía no puede presentarse a sí misma como aquello que no es: una ciencia, pero tampoco puede especular infinitamente en el vacío de los textos.
Los temas antes mencionados, la mímesis en República X, la biopolítica en el curso del Collège de France de 1978-1979, etc., no le hablan a nadie y, lo que es peor, muchas veces no le hablan a quien los escribe. Por supuesto, hablo por mí, no por los demás, ya que últimamente me siento como lo deforme, como lo ajeno, como aquello que no tiene espacio. Sentir no quiere decir necesariamente correlato real y tampoco quiere decir excepcional, solo significa diferente, quiere decir simplemente “sentir”, una forma de desplazarse por el mundo sin más categorías de análisis más que la experiencia, no aquella acumulada, sino aquella inmediata referida a lo sensible.
De este modo, quien escribe debe estar presente en el texto y sugerir su visión respecto del tema que aborda. Cuando alguien se ha sentido diferente toda su vida y no ha podido habitar ningún espacio de forma “cómoda” o agradable aparecen dos caminos: adaptarse y explotar o resistirse y lidiar con los problemas que esto conlleva. Eventualmente, si hay un poco de fortuna, uno se percata que la escritura debe seguir el deseo, la pasión por el saber y no el deber del oficio, y cuando esto sucede, quien no ha podido habitar ningún espacio, podrá habitar el espacio de su propia letra y el contenido significará mucho más que cualquier forma. Ese contenido tendrá ahora, según lo veo, la virtud y no el defecto de ser también diferente y no poder habitar cómodamente ningún espacio. Pero este sistema obliga a hacerlo en silencio, en los bordes, por fuera. Las otras opciones son: adaptarse y matar la creatividad que toda forma de saber implica o ganar un nombre. A partir de allí, cualquier cosa que se diga será escuchada. Por eso hoy está permitido decir cualquier cosa, siempre y cuando uno tenga nombre. Pero el problema es que el nombre no importa, lo importante son las ideas y ellas están muriendo.