Una amenaza silenciosa

Estamos asistiendo –aceleradamente en los últimos años– al ataque del quehacer de las ciencias sociales. A modo de ejemplo, durante la última campaña a presidente en Argentina –de la cual ha sido electo el ultraderechista Javier Milei– se ha avivado ferozmente el debate mediático sobre la función y la financiación de las ciencias sociales y el arte. Incluso hemos asistido al escarnio público de investigadores/as simplemente por los títulos de sus publicaciones, por las temáticas de sus investigaciones; se ha señalado a artistas por sus presentaciones gratuitas o por el financiamiento de sus obras. El centro de la discusión pasa por si el Estado debe continuar financiando la ciencia humana –también la ciencia dura en sus etapas iniciales, lejos de tener una aplicación “vendible”–, el arte, todo aquello que no tenga una salida inmediata al mercado y pueda generar beneficios inmediatamente. Sin embargo, este desprestigio por las ciencias humanas no es algo aislado o que sea una moda actual. Tiene una raíz profunda que llega a varios siglos atrás pero que, efectivamente, comienza a latir fuerte en las últimas décadas. ¿Por qué es riesgoso profundizar estas políticas?

I

Veamos. La modernidad –que fecharemos su nacimiento hacia el siglo XVI-XVII– abre un nuevo camino, una nueva relación con el mundo desde la construcción matemática de su representación. Se da inicio a un quiebre entre los saberes, entre la forma clásica de hacer ciencia y el nuevo método que estaba naciendo. Podemos pensar el desarrollo de la ciencia moderna en clave de fuerte oposición entre lo objetivo y lo subjetivo. A partir de Galileo –y su matematización del mundo– se prepara el terreno al dualismo –que profundizará Descartes– res extensa y res cogitans. El primer componente del dualismo hace referencia a lo corpóreo, a cualquier corporalidad dentro del reino de la naturaleza, objeto de estudio de la física –tomada esta como la ciencia natural por excelencia–. El segundo componente es el referido a la sede de lo subjetivo, a lo que hace propio al ser humano, a la conciencia, al pensamiento, al alma. Cansada de las demostraciones metafísicas, la ciencia moderna adoptó un nuevo –y por lo tanto antimetafísico– concepto de saber. Este nuevo saber abandonó las clásicas formas de descubrir conocimiento para estudiar la realidad tal como se presenta en la experiencia, buscando relaciones causales.

Esta nueva modalidad de ver el mundo lo vació de logos y lo redujo a hechos y a relaciones entre hechos. A partir de ahora, las ciencias se ocuparán de establecer la frecuencia y regularidad de las relaciones entre ellos fijando leyes. Esta nueva forma de hacer ciencia produjo una acumulación notable de saberes lo cual condicionó a las demás ciencias a participar de su modelo y metodología. La filosofía, como principal representante de la res cogitans, pierde su lugar central entre las ciencias y ya, hacia mediados del siglo XIX, la metafísica ya había dejado hace mucho tiempo de ser fundamento tanto de la explicación de lo real como del conocimiento y de la verdad. Es por ello que la filosofía modifica su situación y naturaleza convirtiéndose en crítica del conocimiento científico.

A partir de mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, el avance técnico acelera el proceso de acumulación de conocimientos de las ciencias en un marcado positivismo. De esta forma, las ciencias de la naturaleza son las únicas que brindan respuestas y soluciones a los problemas de la vida cotidiana de las personas. Esto no solo le permite fundamentar su praxis, sino que termina de desplazar totalmente a la filosofía de aquella disciplina a la que se recurre en búsqueda de respuestas. Si las ciencias con su conocimiento nos proporcionan comodidad, ¿para qué recurrir a la filosofía? Como señala el filósofo Husserl a mediados de 1930, «el ser humano moderno aceptó venir determinado por las ciencias positivas y se dejó deslumbrar por la “prosperity” que derivaban de ellas». Es que no solo la “comodidad” que brindaba la ciencia fundamentaba esta determinación, también la mirada del mundo que propone el conocimiento científico natural se presenta como un saber preciso que se posiciona frente al conocimiento poco exacto de la experiencia ordinaria. La ciencia tiene como objetivo superar el índice relativo de la experiencia ordinaria, describir el mundo real objetivo dejando de lado atributos subjetivos. Con su método y el apoyo técnico la ciencia finalmente estaba transitando dicho camino.

II

Sin embargo, lo que olvida el científico es que al querer describir este [nuevo] mundo introduce relaciones que no son ya objetivas. La actividad que realiza el científico está ya inserta en un mundo de relaciones propias de la praxis humana, es decir, de la cultura en cuanto producción humana. Al no contemplar estas relaciones insertas, la mirada del mundo es parcial. Entonces, la praxis científica se vuelve problemática.

Mucho se ha discutido a comienzos del siglo pasado sobre el “alejamiento de la vida” que se presentaba como característico de las ciencias así llamadas “objetivas”. Dicho alejamiento se debía a que dichas ciencias nada tenían para decir respecto a las preguntas más importantes para la vida humana: preguntas sobre el sentido y significado de la vida. Pero la comodidad logra anestesiar estas preguntas. Sin embargo, en los mismos años que Husserl hablaba de la prosperity a la cual se había entregado la humanidad, Freud denunciaba que los progresos extraordinarios en las ciencias de la naturaleza y en su aplicación técnica no solo habían consolidado el dominio sobre la naturaleza de formas antes inimaginables, sino que habían ayudado a incrementar la insatisfacción de lo que esperamos de la vida. Freud veía con mucho temor el hecho de que como humanidad habíamos llegado tan lejos en el dominio de la naturaleza a través de la ciencia y la técnica que ya resultaba sencillo «exterminarse los unos a los otros hasta el último de los seres humanos vivos». En este sentido, agrega Freud, lo crucial se volverá en qué medida conseguirá la evolución cultural dominar la perturbación «de la convivencia producida por el instinto agresivo y autodestructivo humano».

Es que como bien dice Gadamer, «pues por triunfal que haya sido la marcha de la ciencia moderna y por más obvio que sea para cualquiera de los que hoy viven que su conciencia de la existencia esté penetrada de los presupuestos científicos de nuestra cultura, el pensamiento de los seres humanos está dominado constantemente, sin embargo, por cuestiones a las que la ciencia no promete respuesta alguna». Cuando la ciencia solo busca resultados por el resultado mismo se olvida cuál es su tarea, se deshumaniza y pierde control de su quehacer. En tiempos que solo parecen importar índices y tendencias, lo cuantitativo está absorbiendo lo cualitativo y perdemos el sentido.

III

La filósofa estadounidense Martha Nussbaum publica en 2010 un breve texto con un título muy sugerente, Not for profit. Why democracy needs the humanities. En dicho texto, la filósofa alza la voz frente a una amenaza silenciosa pero cada vez más preocupante: los Estados están desfinanciando la educación en ciencias humanas y arte en pos de educación tecnológica de aplicación directa en el mercado. Pero, ¿por qué está sucediendo esto? Nos enfrentamos a la tan sencilla pero potente pregunta del “¿para qué?, ¿cuál es el sentido?”. 

Hoy en día está muy arraigada la creencia que un país progresa según el crecimiento de su producto bruto interno. El PBI se ha vuelto, desde su implementación hacia la década de 1940-50, el índice que todos utilizan para indicar el desarrollo de un país. Para indicar el nivel de vida de dicha población se lo suele dividir por la cantidad de habitantes, lo que nos da el índice PBI per capita. De aquí que todo país debe tender a incrementar dicho índice que solo consiste en mostrar el crecimiento económico.

Es de esperar, por lo tanto, que las decisiones de los políticos gobernantes estén focalizadas en el desarrollo económico. Es por ello que se inclinan a mover presupuesto de un lado a otro, es decir, apoyar desarrollos tecnológicos o científicos que tengan una rápida aplicación en el mercado y puedan generar ganancias lo más inmediato posible. Lo más rápido posible para mostrar resultados de gestión. Esto ha inducido a creer a muchos líderes que la ciencia aplicada a la tecnología son de crucial importancia para el futuro del país.

No está en discusión el financiamiento de dicha ciencia, pero sí el desfinanciamiento de otros espacios también importantes para el desarrollo de un país. Lo que sí hay que advertir es que dejar de lado las ciencias humanas ponen en riesgo la salud de la democracia y de una cultura que esté en grado de poder afrontar los problemas más urgentes de una sociedad y del planeta todo. En las ciencias humanas reside la capacidad de pensar críticamente, de trascender el localismo y de afrontar los problemas mundiales como “ciudadanos del mundo”, la capacidad de representarse la categoría del otrx.

La economía no debería ser una finalidad en sí misma, debería de servir al ser humano. Y si olvidamos esto, entonces estamos presos de los índices de PBI, los índices de libertad económica, los índices de desarrollo. Sin embargo, dichos índices no hablan del estado en que una comunidad verdaderamente está, sino que son solamente “indicadores” para aplicar políticas que, en la mayoría de las veces, dejan afuera a las personas. Priorizar el desarrollo económico no significa preocuparse por la distribución y la igualdad social, ni de las condiciones de una democracia sana y estable, de generar mejores condiciones para la garantizar una mejor calidad de vida de la comunidad, dejando siempre de lado a aquellas personas que están por fuera de todo proyecto de crecimiento económico –que son las que más lo sufren–.

Hay una creencia, una fe ciega, en que el crecimiento económico traerá automáticamente todo lo que una comunidad necesita: un sistema de salud fuerte, un buen sistema de educación, disminución de la pobreza y la desigualdad social. Sin embargo, no parece ser el caso. Países como Estados Unidos, por ejemplo, tienen un alto PBI pero también una profunda desigualdad. Generar crecimiento económico no implica producir democracia –entendida como una comunidad de iguales–. Estamos frente al mismo problema que enfrentaba la ciencia en la modernidad: dejar de lado las relaciones que hacen propio al ser humano solo para mirar un frío número hace problemática la praxis de la política hoy. Detrás de un número hay una familia a la que no llega ningún tipo de asistencia, que no come o pasa frío, que no tiene las mismas oportunidades y que la mayor de las veces cae en el olvido.

IV

¿Por qué es importante, entonces, financiar las ciencias humanas y el arte? La libertad de pensamiento crítico suele ser peligrosa para quiénes solo quieren trabajadores obedientes, profesionalmente preparados para llevar a cabo los proyectos de las élites. Con sus políticas cortoplacistas solo interesadas en generar ganancias rápido, los países están en riesgo de producir generaciones de dóciles máquinas en vez de ciudadanos capaces de pensar por sí mismos, de criticar la tradición y, por encima de todo, comprender el significado del sufrimiento y las exigencias de las otras personas. Una formación cuya finalidad sea exclusivamente la persecución del crecimiento económico termina desligándose de todo tipo de vínculo social, lo que no favorece ninguna sensibilidad frente a la distribución de la riqueza o la desigualdad social. Por lo tanto, una buena formación histórica que insista en la desigualdad de clase, de casta, de géneros y de pertenencia etnoreligiosa es imperiosa, ya que ella aportaría reflexión crítica sobre el presente. 

Lo mismo sucede con el arte. Quienes solo piensan en el crecimiento económico le temen al arte. El arte tienen la particularidad de desarrollar la sensibilidad sympatheticus, una enemiga de aquellos que persiguen programas de desarrollo económico e ignoran las desigualdades. Es mucho más sencillo tratar a las personas como meros objetos, números y manipularlas en vez de considerar el punto de vista del otrx. 

Distraídxs por la prosperity y el bienestar, pedimos que la educación se centre en enseñarnos “cosas útiles” y así volvernos grandes artesanxs de los mercados más que ciudadanxs responsables. Como bien remarca Nussbaum, Rousseau, Pestalozzi, Frögel, Alcott, quienes tenían distintas perspectivas y diferían en muchos aspectos, estaban de acuerdo en que la pedagogía pasiva del pasado poco tenía para ofrecer a las naciones-estados que estaban floreciendo. Lo mismo podemos decir del presente pensando en la destrucción de las democracias. Por ello es necesaria una nueva libertad crítica y un renovado empeño personal para dar cuerpo a las instituciones. Es por ello que necesitamos reforzar el modelo del desarrollo humano que incentive la capacidad de cada persona, sus oportunidades, la salud, la libertad y participación política.

La formación, la investigación y el financiamiento en las ciencias humanas le otorga a la comunidad la capacidad de razonar sobre los problemas políticos actuales, reflexionar sobre ellos y discutirlos; comprender las diferencias sociales, étnicoreligiosas, de género y orientación sexual; la capacidad de pensar la vida misma en las diferentes etapas en que se desarrolla: la infancia, la adolescencia, la adultez, las relaciones de familia; poder evaluar políticas públicas; la posibilidad de pensar en el bien común. 

El desfinanciamiento de las ciencias humanas en pos de una educación volcada enteramente al interés del mercado global intensifica la poca capacidad de razonamiento, el egoísmo y la pobreza del alma, lo cual amenaza la vida en democracia. La ciudadanía requiere de capacidad para evaluar datos históricos, poder pensar críticamente los principios económicos, reconocer la justicia social, comprender la inmigración y estimular la empatía. El modelo pro mercado en que nos encontramos solo aumenta la angustia, el instinto agresivo y destructivo de la humanidad.